Al corriente: abril 9, 2024
Alemania
Después de la escuela secundaria, pasé un año en Cisjordania ocupada por Israel, viviendo y trabajando en Carpa de las Naciones (Tent of Nations), un proyecto ecológico cristiano-palestino de paz. Aprendí muchas cosas durante ese tiempo: desde cocinar sobre un fuego al aire libre y cuidar animales hasta recuperarme de los gases lacrimógenos oliendo cebolla cruda.
Pero los aprendizajes más transformadores y duraderos se referían a cómo interpreto y sigo a Jesús.
Fueron cristianos palestinos quienes me enseñaron a ver que Belén, Nazaret y Jerusalén son lugares reales cuyas historias formaron a Jesús. Su contexto, afectado por la opresión militar, económica y cultural, no era tan diferente a la situación de los palestinos y palestinas que viven actualmente en los campos de refugiados de Cisjordania o Gaza. Hoy como entonces, la injusticia engendra resentimiento y represión, creando espirales de violencia y complejos patrones de trauma que parecen ineludibles.
Solidaridad con los oprimidos
Es en este mundo herido adonde Dios eligió venir y solidarizarse con los oprimidos, y nos ofreció un vivo ejemplo de una manera diferente de luchar por la dignidad y la libertad, una que libere tanto a la víctima como al opresor.
Los Nassar, mis anfitriones luterano-palestinos, me enseñaron a llevar a la práctica la enseñanza de Jesús de amar a nuestros enemigos. En unas rocas colocadas originalmente por soldados israelíes como barricadas, escribieron su manifiesto: “Nos rehusamos a ser enemigos”.
Fui testigo de cómo Daher Nassar invitaba a tomar el té a los colonos armados que irrumpieron en sus tierras, haciéndoles retroceder confundidos. Al mismo tiempo, él se rehusaba a renunciar a su vínculo con la tierra y a su sueño de un futuro compartido para todos.
Los judíos y musulmanes que integraban el Círculo de Padres y Madres Dolientes también me enseñaron un nuevo concepto del perdón. Al reunirse a llorar la muerte de sus hijos e hijas en el conflicto, se daban cuenta de que las represalias no les devolvían la vida. Sólo el perdón tiene el poder de liberar a las personas de la amargura, libres para bregar por la liberación de todos y todas.
Reconciliación antes que recriminación
Presenciar estas piedras vivas me ayudó a enfrentarme honestamente a mi propia implicación en este conflicto. Mis dos abuelos lucharon en el Ejército nazi y contribuyeron al asesinato de seis millones de judíos en Europa. Los judíos se refieren a esta atrocidad como la Shoah, palabra hebrea que significa "catástrofe". Este atroz crimen contra la humanidad representa la culminación de dos mil años de deshumanización y terror hacia los judíos.
Vale la pena repetir que esta violencia fue perpetrada especialmente por cristianos; gentiles que olvidaron que habían sido incluidos en el pueblo de Dios por la gracia.
El antisemitismo es el trauma que creó la necesidad de un Estado judío. Sin embargo, este Estado no se fundó sobre una "tierra vacía", como suele decir el relato colonial, sino desplazando a cientos de miles de palestinos, cuyos hijos e hijas, nietos y nietas siguen viviendo como refugiados apátridas en todo el mundo. Los palestinos se refieren a ello como la Nakba, que en árabe significa “catástrofe”.
Estas catástrofes gemelas son las heridas fundacionales de los dos pueblos y, como ocurre con las heridas, solemos prestar más atención a las propias.
Historias que inquietan
En conversaciones con activistas israelíes y palestinos por la paz, aprendí con humildad que asumir el legado de mi implicación en la violencia no me deshonraba. Por el contrario, abría conversaciones sobre cómo considerar el arrepentimiento y la reconciliación.
Estos activistas compartieron la lenta y dolorosa toma de conciencia de que les habían mentido. Aunque la Shoah era un tema central en la educación israelí, nunca habían oído hablar de la Nakba.
Mientras tanto, las escuelas palestinas describían a los sionistas sólo como colonizadores, omitiendo que huían de la violencia genocida en Europa.
De los activistas por la paz aprendí la importancia de compartir nuestras historias y de permitir que la verdad de los demás nos inquiete. A fin de bregar por una paz justa y duradera entre el Mediterráneo y el río Jordán, debemos arrepentirnos de nuestro antisemitismo tan profundamente arraigado así como de nuestro imaginario colonial, y resistirnos a sus manifestaciones en la sociedad actual.
Hay una imagen que fundamenta mi esperanza. Todos los años, los Nassar invitaban a la gente al viñedo para ayudar en la vendimia y disuadir de forma no violenta la violencia de los colonos. Recuerdo haber cosechado baldes y baldes de las uvas más dulces que jamás he comido junto con docenas de voluntarios de todo el mundo, incluyendo a algunos israelíes.
Los israelíes y mis anfitriones palestinos, los dos por igual, asumieron riesgos considerables en este encuentro, ya que de ambos lados hay personas que se oponen rotundamente a cualquier forma de coexistencia. Sin embargo, asumieron el riesgo conscientemente, porque estaban convencidos de que la paz requiere relaciones de confianza y solidaridad que sólo se fortalecen con el tiempo y con el trabajo compartido.
La alegría por esta cosecha y el banquete de hummus, aceitunas y falafel a la hora del almuerzo, es un anticipo del reino de la familia de Dios que atesoro y anhelo volver a saborear.
—Benjamin Isaak-Krauß, copastor junto con su esposa Rianna, de Mennonitengemeinde Frankfurt’, una congregación de Arbeitsgemeinschaft Mennonitischer Gemeinden (AMG), Alemania. Representa a Deutsche Mennonitische Friedenskomitee (Comité de Paz menonita-alemán) en el Comité de coordinación de los Equipos Comunitarios de Acción por la Paz.
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